Por Jose V. Rangel
Lo que ocurre avanza peligrosamente y me siento obligado a plantearlo. Es algo que se extiende. Que revela una situación en la que la delincuencia común y la policial se dan la mano
1.- Nada más peligroso para una sociedad que aquello que ocurre cuando los demonios que existen en los organismos policiales, inspirados en sórdidas concepciones sobre el orden público y la seguridad de Estado, se liberan. Cuando los gobiernos pierden el control sobre ellos y éstos comienzan a hacer su propia política. Entonces llega el momento en que la institucionalidad se inhibe y el vacío lo llenan los que conducen esos aparatos. Es posible que en la composición de un gobierno, entre sus miembros, no exista voluntad de reprimir. De ejercer a discreción el poder de policía y violar derechos fundamentales. No lo pongo en duda. Pero si no hay garantías de control, el morbo de la arbitrariedad termina por imponerse, desde abajo, con resultados nefastos. Durante la IV República vivimos esa desoladora experiencia. No pretendo absolver a los dirigentes de entonces de su responsabilidad en los desbordamientos de esa franja de la autoridad sin escrúpulos, de comandos policiales y militares, dirigida por oscuros personajes con entrenamiento para matar, torturar y desaparecer. ¡No! Su responsabilidad consistió en la permisividad que auspiciaron. A admitir que lo que esos organismos hacían se justificaba -sin verificación alguna- por razones de seguridad de Estado.
2.- Lo que escribo está relacionado con hechos que vienen ocurriendo con inquietante regularidad en el país; reveladores de fallas en el control de los cuerpos de seguridad. Se repiten las agresiones a los ciudadanos. Constantemente me llegan informes sobre el ajusticiamiento de personas, de procedimientos de captura con violación de la ley. De operativos policiales y militares en los que se veja a las personas, se las extorsiona, e, incluso, de casos de secuestros efectuados por las propias autoridades.